No hace mucho se ha inaugurado el Centro de Salud Mental Comunitario Universitario de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Éste se ha caracterizado por ser el primero de su tipo, pero desde el Ministerio de Salud se ha asegurado que habrá por lo menos 22 centros más, siendo el próximo a inaugurar el de la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI).
Desde una perspectiva institucional, se trata de una política que podría lograr un impacto favorable en los jóvenes. Esto en relación de que los trastornos socioemocionales abundan en los campus universitarios peruanos. Al respecto, se afirma que en el Perú, cerca del 30% de los universitarios abandona su carrera por diferentes motivos, de acuerdo a un estudio del Banco Mundial realizado el 2018.
Asimismo, esta política viene impulsada por las situaciones similares que se observan en varios países de la región. En Colombia, por ejemplo, la tasa de deserción universitaria llegaba al 45% en el año 2008, como consecuencia, entre otros factores, de problemas psicológicos y emocionales. Desde ese momento, el gobierno ha procurado implementar estrategias de detección y manejo de la salud mental en los estudiantes, los cuales han sido analizados para recoger experiencias así como se vienen estudiando alternativas que procuran estimular la continuidad de los estudios de parte de los estudiantes.
Dentro de este contexto, los problemas de salud mental han sido tomados también como una preocupación del gobierno peruano, por la que viene iniciando una serie de acciones para preservarla a nivel de los distintos grupos poblacionales. Cabe aquí hacerse una interrogante: ¿Hasta dónde puede alcanzar la implementación de una política de salud mental a nivel de la colectividad?
Esta preocupación parte desde la certeza que los trastornos mentales empobrecen a quienes lo padecen y a sus familias, llegando a situaciones extremas de abandono y exclusión social, en donde las dimensiones de la carencia, la privación o la marginalidad son los rasgos que habitualmente se destacan. Según la OMS, la depresión prevalece de 1,5 a 2 veces más entre las personas de bajos ingresos; los niños que viven en pobreza se encuentran más expuestos a enfermedades médicas, estrés familiar, apoyo social inadecuado y a la depresión de los padres. Así, la pobreza se asocia con la falta de apoyo y de estimulación, ambientes caóticos, estrés psicológico y disfunción familiar, siendo así los trastornos mentales, los problemas psicosociales y la pobreza parte de un círculo vicioso.
Dicho esto, existe también una fuerte relación de asociación de la enfermedad mental y los problemas psicosociales con otros problemas sociales además de la pobreza, tales como el pobre rendimiento escolar y su deserción en los diferentes estratos, la deficiente productividad en los centros laborales, la inseguridad ciudadana, la drogadicción y su impacto en la familia disfuncional, los medios de comunicación masivos, la corrupción a nivel institucional e informal y la violencia -tanto a nivel grupal como familiar-; que afectan a la comunidad en el desarrollo humano, competitivo y equitativo de nuestro país.
Y es aquí donde el estudio de la salud mental a nivel de la ciudadanía adquiere una responsabilidad política y social, dado que es objeto de estudio de especialidades como la psiquiatría, la cual analiza el proceso de enfermedad-salud mental, y cuyos aportes se convierten en una herramienta que contribuye con alcanzar el desarrollo del potencial humano y social. Dentro de estos aportes, el modelo comunitario de la salud mental viene a ser una herramienta que merece ser profundizada, dado que permite la realización de la teoría dentro de la dinámica histórica, social y territorial. Para ello, se debe incluir de manera estratégica en ésta la gestión del conocimiento en su implementación, a fin de generar nuevos aportes dentro del ámbito científico y tecnológico.
En este sentido, los aportes que se vienen brindando con respecto a la salud mental se deben implementar dentro de las políticas públicas de manera integral, dado su responsabilidad política y social, a fin para incorporar la salud mental como indicador de desarrollo, cuyo monitoreo debe ser permanente y no sólo ligado aspectos de producción, sino en resultados que reflejen la eficacia de estas políticas.
Asimismo, a nivel de las instituciones como las universidades,institutos e hospitales, se deben de adaptar a las innovaciones y aportes que viene rea,izando la Psiquiatría, lo cual implica replantear los programas de enseñanza, la promoción de la salud mental, la prevención de los trastornos mentales, el diagnóstico integral, el tratamiento holístico y la recuperación del paciente y la familia para lograr - con la aplicación de estos conocimientos- el desarrollo humano y el buen vivir, contribuyendo con el entorno social y ambiental de manera sostenible.
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